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Sábado

Sábado

Me acuerdo que era sábado porque en la tele estaba Don Francisco desde las 4. Yo tenía quince, creo, y venía llegando de la cancha, estaba cansado, sucio y atrasado. Todos miraban la tele. Mi papá ya estaba medio curao’, sentado en la cabecera con La Cuarta en la mano y la caja de medio en la mesa. La mamá no dijo nada, pero él me miró enojado; y no hizo falta más para saber  que iba a tener problemas. Mi taza estaba a su derecha.

Me senté a su lado, temeroso. Él me ignoró.

La rosita tenía diez y ya sabía hacer todas las cosas de la casa; la habían entrenado de chica para ser la mujer de reemplazo si nos faltaba la mamá. Me sorprendía todos los días con su ingenio para arreglárselas sola, preocupada de que no se notara cuál de las dos hacía las cosas, para que no se enojara el papá. En la hora de once, verla era todo un espectáculo: se equilibraba en el brazo la canasta con el pan— añejo y tostado para ablandarlo— y, con la mano del mismo lado, tomaba la tetera hirviendo. Con la mano que le quedaba libre tomaba la paila con huevo revuelto y caminaba, tambaleándose, desde la cocina hasta la mesa. Esa cabra chica había nacido para trabajar en un circo, no para servir once, no para quedarse en la casa.

Ese día, la Rosita, haciendo las piruetas de siempre, llegó hasta el living comedor; dejó la panera a un lado y sirvió el agua en silencio. Mi mamá, sin despegarse del televisor, repartía la misma bolsa de té entre ella y mis dos hermanos chicos; yo, en cambio, heredaba la bolsa de mi papá. Cuando terminó con el agua, puso la panera en el medio de la mesa. El primero en sacar era siempre mi papá, a continuación yo, después el lucho; Luego lo hacían ellas, cuando los panes estaban fríos y volvían a endurecerse. Solo en ese momento la rosita podía sentarse con nosotros.

Mi mamá le subió el volumen al televisor.

Mi papá reaccionó de pronto pegándole a la mesa con el puño cerrado, las tazas resonaron. Estaba enojado, no solo por la actitud de mi mamá y su obsesión con el televisor, no solo porque me había quedado más rato en la cancha, el problema en ese momento era lo que transmitían en la tele: una entrevista a  Juan Gabriel.

—Esta güeá está llena de maricones— refunfuñó, con rabia, mientras arrancaba con los dientes un pedazo de la marraqueta que sostenía—. No me cabe en la cabeza cómo dejan que esos enfermos culiaos’ se vayan a pasear pa’ allá, donde los ven los niños. Ejemplo de mierda de hoy en día.
Tuve ganas de responderle y decirle que las cosas estaban cambiando, pero la respuesta a hablar con mi papá era una sacada de cresta y solo por ese pensamiento sentí su cinturón de cuero en las piernas. Tuve miedo y bajé la mirada, intenté esconder mis nervios tomando un sorbo de té. Eso lo hizo enojar más.

—A ver, cabro ¿Te gustan los maricones?—gruñó, en tono amenazante. Me quedé mudo. Muerto de miedo, negué con la cabeza—. ¿Sí o no? —insistió. No se iba a quedar tranquilo si no le respondía.
—No, papá—Mascullé, tembloroso, sin levantar la mirada.

—Bien, así me gusta cabrito, nada de güeas raras en mi casa— Satisfecho, se metió otro pedazo de pan a la boca. Mientras masticaba, añadió—: Tenís que casarte con una mujer buena, como tu madre; Buscarte una cabra que te de críos y te espere en la casa para güeviarte cuando lleguis curao’ —. Acompañó lo último con una risa, nos reímos todos por obligación.

Se terminó la once y nos levantamos en silencio. Mi mamá y mi hermana fueron a la cocina a lavar la loza; el Luis se echó a ver tele en el sillón con el silabario en la mano, haciendo como que estudiaba. Cuando quise levantarme de la mesa para ir a encerrarme a la pieza, sacarme la ropa del futbol y acostarme temprano — después de todo ya sabía que estaba castigado—; mi papá me tomó del brazo. Estaba seguro de que me iba a sacar la cresta.

—Vo’ ya estai’ grande—dijo, mientras me agarraba—, hoy te vai a ir tomar un vino conmigo a la sede—. Le dije que sí, con timidez. Él sonrió—. Me llevo al Eduardo, Olguita—le gritó a mi mamá —, volvemos más rato.

Mintió, mi papá no llegaba los sábados.

Se juntó con sus amigos en la cancha y nos fuimos a la sede vecinal a jugar brisca. Apostó más plata que la que pasaba en la casa para la comida de la semana, decía que para eso trabajaba. Compró un botellón de vino para compartir con los demás viejos y conmigo, me sirvió una caña que tomé de a poco, mientras perdía la cuenta de cuantas llevaba él y sus amigos. No tenía un reloj cerca para ver la hora, pero supe que era tarde cuando llamaron a mi papá desde la entrada.

—Cabro, vengo al tiro, espérame acá—me ordenó, con la severidad de siempre. Se metió la mano al bolsillo y sacó un billete de mil pesos arrugado —. Cualquier cosa, con eso te alcanza pa’ irte a la casa.
Me guardé la plata en el calcetín mientras él salía.

Tuve miedo, pensé que podía estar mi mamá afuera haciendo escándalo porque yo aún no me devolvía a la casa. Ya era tarde, yo cabro chico y pensar que mi papá nos sacara la cresta a los dos en la calle me revolvía la güata. Si me pegaba a mí daba lo mismo, no quería que los vieran discutiendo a ellos por mi culpa, no podía dejar que le levantara la mano a ella.

Saqué valor de la vergüenza, esperé unos minutos y lo seguí, dispuesto a disculparme y separar la pelea. Sabía que eso significaba un mes de sacadas de cresta, pero no aguantaba las ganas de salir, de pedirle que nos dejara volver a la casa.

Legué a la salida y lo busqué, vi dos siluetas a lo lejos. Me acerqué con cuidado para escuchar la conversación, y mientras me caminaba, supe que no era mi mamá. Era Juan, un amigo de infancia de mi papá.

Estaban muy cerca uno del otro. El hombre tenía la cara sujeta con ambas manos, frente a la suya. En silencio, confundido por lo que veía, vi que le estaba dando un beso.

Mi papá lo abrazó, pero se separó de él de inmediato.

—Te dije que hoy no puedo, estoy con mi cabro—alcancé a entender que le decía, pero cedió después de unos susurros. Caminaron juntos en dirección a la casa del Juan.
Crucé la población a pie para llegar a mi casa, quise guardar los mil pesos para jugar en los flipper con mis amigos el domingo, pero los perdí en el camino. El billete pasó a ser una de mis últimas preocupaciones.

Tenía el estómago revuelto, no sabía si era porque estaba corriendo, o por el vino, o por lo que acababa de ver. Tuve mucha rabia, rabia porque la imagen de macho proveedor de mi papá se había quebrado en dos segundos, por todas las sacás’ de chucha que recibí en la casa cuando llegaba curao’; y, por sobre todo, rabia porque se estaba gorriando a mi mamá.
Entré a la casa cerca de las una, estaba cansado y con frío. La ropa de futbol y los zapatos rotos no ayudaban a capear el frío que hacía en Junio. Pensaba que, más encima,  me iban a retar por enfermarme.

Mi mama seguía en pie cuando entré tiritando a la casa, estaba viendo viendo la película de la noche. Se puso furiosa cuando me vio llegar, cagado de frío y sin mi papá.

Le dije que me fui a la casa porque estaba aburrido, pero ella no contestó; se limitó a comerme con los ojos, con esas miradas que me dolían más que un charchazo en la cara, porque sabía —con su radar de madre— que le estaba mintiendo. Se puso un poncho de lana para el frío y salió de la casa.
Me abrigué con una manta de lana que encontré en el living y me senté. No quise ir detrás de ella, no quería saber que iba a pasar cuando viera a mi papá donde el Juan y supiera lo que estaban haciendo. Me tapé la cara con las manos sucias y lloré; lloré por haberle mentido, lloré porque me iban a sacar la cresta, por nuestra vida y por mi papá.

Volvieron a la casa a la media hora. Me escondí detrás de un mueble para que no me pillaran, en ese momento agradecí que la casa fuera tan chica, porque podía escucharlos. El Juan traía a mi papá sobre la espalda. Mi mamá entró en silencio.

Le pidió al hombre que lo dejara sobre la cama matrimonial.  Él obedeció y  le pidió disculpas; Le suplicó que no se enojara con mi papá, que ya eran muchos años y ella sabía cómo eran las cosas. Mi mamá le dio las gracias por ayudarla a traerlo y se despidió de él con afecto, como si, de alguna forma, los años los hubiesen vuelto amigos.

Al día siguiente, mi papá, con la caña, se levantó a la hora de almuerzo con el mal humor que ya era costumbre de los domingos. Mi mamá le puso el plato de Cazuela encima de la mesa. Él se puso a leer el diario.

—De nuevo estos maricones culiaos—Gruñó, mientras leía y se llevaba una cucharada a la boca.
No quise decirle nada. Las palabras de Juan resonaron en mi cabeza. Sentí pena por mi papá. Por él y por Juan, por nosotros que éramos chicos, por mi mamá.

No le dije nada.

Asentí con la cabeza desde el otro extremo de la mesa.



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Texto para la sesión 3, del ciclo 5 de Weye. Temática: movimiento e identidad de género desde los márgenes sociales.
22/11/2017.




Gracias a Fabián por sus hermosas fotos.


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