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Casas viejas

Casas Viejas

Se sentó en un sillón, exhausta, para observar el jardín.

—¿Señora? —preguntó su empleada, mientras se inclinaba para quedar a su altura —¿Puedo ayudarle en algo? — dijo, modulando con cuidado cada palabra.

—¿Me puede poner Casas Viejas? —respondió, mientras continuaba con la vista fija hacia el paisaje.

Aprendió cuando niña a ver la hora por la posición del sol; le era fácil acertar, después de tantos días junto a su huerto y sus plantas, junto la cocina y las hierbas. Contemplaba el brillo sobre las hojas oscuras de las Ligustrinas durante la tarde y por las mañanas, esperaba el medio día junto a la sombra ausente de las Hortensias. Pensó que ya eran casi las seis, la hora perfecta para escuchar la canción favorita de Fernando.

Cantó. Podía recordar las estrofas de esa canción tan bien como los ojos de su marido, como la dirección de la primera casa que compraron después de casarse, el aroma a lavanda de su infancia, el barrio en que creció junto a sus hermanos y donde nació su hijo, Luis.

Cantó y esperó a Fernando. Cantó hasta que las palabras se agotaron.

Dieron las seis y él no llegaba. Esperó hasta las seis diez, pero tampoco llegó. Empezó a preocuparse, su esposo nunca llegaba tarde.

—¿Señora Rosita? —llamó a la mujer que Fernando contrató para ayudarla con los cuidados de Luis, Su hijo pequeño. —¿Rosa? —. insistió, pero la mujer no respondía.

Tenía las piernas muy cansadas como para levantarse, pero no recordaba el motivo. Tampoco recordaba si le tenía la mesa puesta a su esposo y si la empleada ya le había cambiado los paños a Luis. Se sostuvo por los mangos del sillón e intentó ponerse de pie, pero no podía con el peso de su propio cuerpo.

—¡Rosa! —llamó en un grito —¿Me puede traer a mi niño para darle la leche? ¿Le cambió ya los pañales?

La mujer reapareció desde el interior de la casa en compañía de un hombre mayor a quien ella no conocía. No había rastros de su hijo pequeño, ni de su marido anunciando su llegada, ni del sonido de la tetera sobre la cocina a leña, ni el aroma a pan tostado.

En el tocadiscos no sonaba Casas Viejas y en el reloj no eran las seis.

—¿Quién es este hombre, Rosa? —cuestionó con molestia, no entendía como la empleada se tomaba las atribuciones de dejar entrar hombres a una casa tan conservadora como la suya —. Usted sabe que no es bien visto que esté con un señor a solas acá adentro, ¿Es su prometido? ¿Qué va a pensar Fernando cuando la vea? —gruñó, increpando a la mujer por su comportamiento libertino.

—Mamá—. La nombró el hombre, mientras se acercaba para aproximarle el bastón que se encontraba junto al macetero de lavandas inexistentes —Soy Luis, vine a tomar once con usted. Margarita me estaba ayudando a preparar la mesa.

—Yo no lo conozco a usted—alegó. —¡Váyase de aquí! No quiero imaginar que va a pensar mi marido si lo ve cuando llegue. ¡Rosita, sáquelo de mi casa y tráigame a mi niño!

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No entendía por qué en los ojos de ese hombre veía el café de su Fernando, no comprendía porque en un lugar de su interior esa voz le era tan familiar. Por mucho que trató de encontrar las respuestas en su interior no las halló y, sin poder contenerse, rompió en llanto.

—Pero mamá…—dijo Luis con tristeza, al mismo tiempo que intentaba acercarse para consolarla. Ella lo esquivó — ¿Margarita? ¿Usted cree que me tenga que ir? —Se volteó para preguntar, mientras contenía sus propias lágrimas. No lograba acostumbrarse a ver a su madre en esa situación.

—Tiene que dejarla, Don Luis— respondió Margarita, la enfermera que cuidaba a la anciana —. Es mejor que vuelva otro día, su mamá está muy alterada.

Acató sin reparos la sugerencia de la mujer.

Se acercó a su madre para despedirse, pero ella continuaba a la defensiva.

Unos minutos después de que Luis se fue, Margarita la ayudó a sentarse en la misma silla de antes, le secó las lágrimas y le acarició el pelo durante un momento. Cuando se calmó, comenzó a caminar a la cocina para servirle la once.

—¿Rosita? —Preguntó ella, desde su lugar.

—Dígame—Respondió Margarita con amabilidad, como si el episodio reciente nunca hubiese pasado.

—Está por llegar Fernando— Respondió emocionada, mientras dirigía la vista al jardín—¿Me puede poner Casas Viejas?







“El amor, el amor coronado de luz, esos patios también conoció

Sus paredes guardaron la fe y el secreto sagrado de dos.

Las caricias vivieron aquí, Los suspiros cantaron pasión.

¿Dónde fueron los besos de ayer? ¿Dónde están las palabras de amor?

¿Dónde están ella y él?

Como todo, pasaron, igual que estas casas que no han de volver”.

Casas Viejas, Tango. Francisco Canaro.




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Weye, Sesión 9, Locura y movimiento.
A las mujeres que me formaron y me hicieron amar los tangos: Wacolda y Erika.

Gracias a Fabián por sus hermosas fotos.



Comentarios

Unknown ha dicho que…
Bello relato. ¿Habrá una pequeña cuota de inspiración influenciada por Erika Valenzuela? Jajaja besos prima la felicito
Unknown ha dicho que…
me encantan tus escritos <3 ni recuerdo como llegue acá